EDUARDO MATEOS
VERACRUZ, VER
El cielo denota una luz de atardecer. El sol como gran ausente. A lo lejos, descolla un escenario negro sobre la Macro Plaza del Malecón.
La gente está atiborrada sobre el mirador, los barcos, detenidos, observan el desplazamiento de la muchedumbre. Ni pareciese que en media hora comenzará el tercer gran desfile del carnaval.
El aire es gélido, pero algunas veces se vuelve cálido como de surada, pega a contraflujo. Hay un autobús repleto de turistas que esperan a que el paseo haga su odisea.
Los puestos de artesanías expiden el mismo olor fétido, y frente al autobús suena música banda y los turistas no pueden dejar a un lado uno de los mayores placeres. Bailar. Nunca nadie podrá superar el bailar, y mucho más, con una mujer de short pegado y ombligo descubierto, al menos eso dice, Gabriel, chilango.
Bailó con una tapatía, “es genial conocer gente nueva” dice mientras se pierde con sus amigos en busca de alguna cerveza.
Desde el segundo piso del autobús observan la tertulia de pies y cuerpos danzantes, en el escenario practica Yuri, nadie se ha dado cuenta.
Los que se dieron cuenta, se amontonan, y la saludan. ¡Yuri, Yuri!. Ella, sonríe, pero sabe que el más mínimo descuido puede hacerle perder la concentración.
Más gente se da cuenta, se desata una pequeña kermés frente a la estatua en honor a aquel hombre, que, promulgó la Constitución de 1917, Venustiano Carranza, aquel hombre que según John Reed, periodista norteamericano autor de México independiente, era sólo una estampa.
Los ojos del Venustiano de color verde, observa a lo lejos un barco con unos contenedores de colores apilados. Dice “Hapac-Lloyd”.
La voz de Yuri se mezcla entre los gritos de sus fans. Su ensayo duró media hora, su staff aún queda arriba, se le hace tarde y en la noche, dará el espectáculo a coterráneos y gente de fuera.
La pila de automóviles sigue acumulando adeptos sobre ruedas. Se hace un tráfico endemoniado desde el centro. Hay una lucha entre la máquina y el humano. No se sabe si hay más carros o humanos. En volumen, el humano es homógeneo y parece ganarle a la máquina. No hay nada certero.
El aluminio de la cerveza es la rémora de la mano, los cacahuates de la boca, y la alegría del cuerpo.
A kilómetros estará por empezar el Carnaval. La gente lo sabe. Una familia dice “lo padre” que se la pasaron. Se hospedan en un hotel a cien pesos. Vienen de Oaxaca.
Padre, madre y sus dos hijos. La niña de once años, trae unas trenzas y unos lentes baratos. EL hijo de ocho, trae un antifaz. Sus padres, de color cobrizo los traen de la mano.
Vieron un “desmadre” de jóvenes, pero aún así el carnaval fue lo que esperaban. “Creo de pelearon por algo que aventaron” dice la señora mientras con la cara de miedo ante tanta preguntera, se pierde con sus dos hijos. Su marido se acerca a donde tocan música banda para observar el glúteo en movimiento.
Unos niños se suben a la maquinaria de guerra histórica de la defensa de 1921. La guerra es un juego, como Calderón lo da a entender. La vendimia sigue, y el merolico ofrece precios bajos de comida. La lucha por vender lo más barato. Junto al Hotel emporio venden tacos a cuatro pesos. La orden a treinta.
Los turistas buscan saciar su hambre, buscan donde hacer sus necesidades, y las vomitadas en el piso no se hacen esperar.
Muchos no irán a Carnaval, ya fueron y les gustó. Se perderán el juego de luces, de la música, de la comparsa, la algarabía como conciliábulo.
A lo lejos, dos jóvenes en estado etílico se abrazan y se besan. “Te amo vieja, eres mi carnal”.
El otro responde “tu ya sabes qué iris conmigo, valedor”. No tienen camisa, son jarochos y traen una mamila con cerveza a un cuarto, de las que expenden en carnaval.
Atrás de Carranza hay turistas sentados, otros van por una horchatita. Un joven de 20 años se sube a la máquina de guerra. Él no sabe que jóvenes como él también mueren a causa de la guerra contra el narco.
Pero es Carnaval, nadie se acuerda del trabajo, mucho menos de la guerra. Los soldados han desaparecido estos dos días.
VERACRUZ, VER
El cielo denota una luz de atardecer. El sol como gran ausente. A lo lejos, descolla un escenario negro sobre la Macro Plaza del Malecón.
La gente está atiborrada sobre el mirador, los barcos, detenidos, observan el desplazamiento de la muchedumbre. Ni pareciese que en media hora comenzará el tercer gran desfile del carnaval.
El aire es gélido, pero algunas veces se vuelve cálido como de surada, pega a contraflujo. Hay un autobús repleto de turistas que esperan a que el paseo haga su odisea.
Los puestos de artesanías expiden el mismo olor fétido, y frente al autobús suena música banda y los turistas no pueden dejar a un lado uno de los mayores placeres. Bailar. Nunca nadie podrá superar el bailar, y mucho más, con una mujer de short pegado y ombligo descubierto, al menos eso dice, Gabriel, chilango.
Bailó con una tapatía, “es genial conocer gente nueva” dice mientras se pierde con sus amigos en busca de alguna cerveza.
Desde el segundo piso del autobús observan la tertulia de pies y cuerpos danzantes, en el escenario practica Yuri, nadie se ha dado cuenta.
Los que se dieron cuenta, se amontonan, y la saludan. ¡Yuri, Yuri!. Ella, sonríe, pero sabe que el más mínimo descuido puede hacerle perder la concentración.
Más gente se da cuenta, se desata una pequeña kermés frente a la estatua en honor a aquel hombre, que, promulgó la Constitución de 1917, Venustiano Carranza, aquel hombre que según John Reed, periodista norteamericano autor de México independiente, era sólo una estampa.
Los ojos del Venustiano de color verde, observa a lo lejos un barco con unos contenedores de colores apilados. Dice “Hapac-Lloyd”.
La voz de Yuri se mezcla entre los gritos de sus fans. Su ensayo duró media hora, su staff aún queda arriba, se le hace tarde y en la noche, dará el espectáculo a coterráneos y gente de fuera.
La pila de automóviles sigue acumulando adeptos sobre ruedas. Se hace un tráfico endemoniado desde el centro. Hay una lucha entre la máquina y el humano. No se sabe si hay más carros o humanos. En volumen, el humano es homógeneo y parece ganarle a la máquina. No hay nada certero.
El aluminio de la cerveza es la rémora de la mano, los cacahuates de la boca, y la alegría del cuerpo.
A kilómetros estará por empezar el Carnaval. La gente lo sabe. Una familia dice “lo padre” que se la pasaron. Se hospedan en un hotel a cien pesos. Vienen de Oaxaca.
Padre, madre y sus dos hijos. La niña de once años, trae unas trenzas y unos lentes baratos. EL hijo de ocho, trae un antifaz. Sus padres, de color cobrizo los traen de la mano.
Vieron un “desmadre” de jóvenes, pero aún así el carnaval fue lo que esperaban. “Creo de pelearon por algo que aventaron” dice la señora mientras con la cara de miedo ante tanta preguntera, se pierde con sus dos hijos. Su marido se acerca a donde tocan música banda para observar el glúteo en movimiento.
Unos niños se suben a la maquinaria de guerra histórica de la defensa de 1921. La guerra es un juego, como Calderón lo da a entender. La vendimia sigue, y el merolico ofrece precios bajos de comida. La lucha por vender lo más barato. Junto al Hotel emporio venden tacos a cuatro pesos. La orden a treinta.
Los turistas buscan saciar su hambre, buscan donde hacer sus necesidades, y las vomitadas en el piso no se hacen esperar.
Muchos no irán a Carnaval, ya fueron y les gustó. Se perderán el juego de luces, de la música, de la comparsa, la algarabía como conciliábulo.
A lo lejos, dos jóvenes en estado etílico se abrazan y se besan. “Te amo vieja, eres mi carnal”.
El otro responde “tu ya sabes qué iris conmigo, valedor”. No tienen camisa, son jarochos y traen una mamila con cerveza a un cuarto, de las que expenden en carnaval.
Atrás de Carranza hay turistas sentados, otros van por una horchatita. Un joven de 20 años se sube a la máquina de guerra. Él no sabe que jóvenes como él también mueren a causa de la guerra contra el narco.
Pero es Carnaval, nadie se acuerda del trabajo, mucho menos de la guerra. Los soldados han desaparecido estos dos días.
También el silencio.