viernes, 27 de mayo de 2011

Crónica para jubilarse en el IMSS

”De jóvenes dejamos la vida en la cantina y el burdel, y de viejos, en el consultorio médico, la farmacia y la iglesia encomendándonos a Dios”



La calidad de vida es importante a los 30 años, pero más importante en la vejez, para que a nadie demos lástima… **



Luis Velázquez Rivera





He checado tarjeta de entrada en el reloj de la oficina por última vez. Dejo atrás más de 30 años de andar corriendo todos los días para llegar a tiempo al trabajo. Más de 500, 600, 700 semanas cotizadas en el Instituto del Seguro Social. Hora, pues, de jubilarme. Pero antes necesito, debo, padecer el penúltimo capítulo del viacrucis de mi vida: hacer fila dos, tres, cuatro, cinco horas, en la ventanilla del IMSS para tener derecho a mi pensión mensual.



Llego a las 8 de la mañana en que abren la puerta. Y llego con la esperanza de ser uno de los primeros. Pero para entonces, la ‘cola’ es incalculable. Da vuelta en la calle. Por fortuna, acabo de comprar el libro ‘’Juárez en la sombra’’, donde la periodista bloguera, Judith Torrea, publica sus crónicas de la ciudad más violenta del mundo, allí donde los narcos se han adueñado del día y de la noche y que le ha merecido el premio Ortega y Gasset de Periodismo Digital 2010.



La puerta se abre y cada derechohabiente agarra camino. Unos, para tramitar, apenas, apenitas, el servicio médico. Otros, para actualizar el pago de la cuota obreropatronal. Otros, como yo, para decir ‘’Adiós a las armas’’.



Y en mi fila veo, miro, observo, el siguiente escenario:



Un anciano de unos 70 años, guayabera blanca de manga corta en pantalón de mil rayas, color azul, camina encorvado, paso a pasito, acompañado de un largo bastón de madera para apoyarse. En la mano izquierda, un folder color rojo con sus papelitos para tramitar la jubilación. Atrás de los lentes baratos de carey, la mirada cansada, sin brillo, ojos como puñales que intentan escudriñar al semejante.



Y si tiene encorvada la espalda, más todavía las piernas, que parecen un triángulo, pues padece reumatismo.



Dejó juventud, madurez y segunda y tercera edad en la fábrica. Allí perdió la vista. Y los dolores de la columna vertebral lo empezaron a doblar. Un día descubrió que las venas de las piernas habían engordado y tuvo dificultades para caminar. Ahora solo espera la pensión, que será, calcula, de unos dos mil pesos mensuales, máximo.



Dice:



‘’De jóvenes dejamos la vida en las cantinas, los antros y los burdeles. Y ahora, de viejos, andamos en el consultorio médico, en la farmacia y en la iglesia, pidiendo a Dios no enfermarse’’.



UNA VEJEZ DIGNA



Recuerdo, entonces, al geriatra:



‘’Mira, dice, de jóvenes nunca pensamos en la calidad de vida. Y si es importante vivir con dignidad en la edad madura, más, mucho más importante es tener una vejez digna, sin andar mendigando un cuartito con la familia, sin pedir limosna en la calle, sin refugiarse en el asilo público’’.



En 1956, a las 6 de la mañana, Ernest Hemingway, Premio Nobel de Literatura, cazador de leones y tigres en Africa, autor de más de 25 libros, se pegó un tiro con su carabina en la boca. Sastre, el escritor, maestro, intelectual del movimiento estudiantil del 68 en Francia, perdió el control del esfínter en la vejez y defecaba en el pantalón. Los últimos once años de su vida, el filósofo alemán, Federico Nietzsche, se puso loco.



Miro alrededor en la oficina administrativa del Seguro Social. En la fila de los pensionados, trabajadores con joroba que se han ido achicando, flacos, flaquitos, arrastrando los pies al caminar, apoyados en un bastón, la vista cansada deteriorada por los años, vistiendo ropita sencilla, soñando con la mísera pensión, y más todavía, cuando los patrones pagan un salario al empleado y otro, diferente, ordeñado, reportan al IMSS.



Hay trabajadores así con mil pesos mensuales de pensión, luego de 30, 40 años de estarse alquilado para el patrón. Un patrón que ha logrado multiplicar su fortuna, claro, a costillas del empleado.



Cierto, hay fuentes de empleo en Veracruz. Pero con bajos, ofensivos, miserables salarios, para la mayor parte de la población en vida productiva. Por eso, mil veces la aventura migrante en Estados Unidos, donde se gana en dólares. Y/o en todo caso, la odisea en Ciudad Juárez, donde te acuestas vivo y sanito y puedes amanecer muerto por una bala perdida.



EL BURÓCRATA ALTISONANTE Y MANDÓN



Una señora de unos 70 años ocupa un asiento, ticket en mano para esperar turno. 15, 20 minutos después, ha quedado dormida. El pelo cano, la cara arrugada, su bastón descansa en las piernas. Está sola. Ningún familiar la acompaña. Cabecea. Y a veces, abre los ojos, mira sin mirar, y vuelve a cobijarse en el sueño.



En la mitad del insomnio, la señora escucha en altavoz el número de su ticket y en automático se levanta. Llega a la ventanilla doce. Anuncia su trámite de jubilación. Un secretario le pide la baja en su empresa y la entrega. La credencial de elector y la entrega. Escribe en la computadora el nombre de la anciana. Aprisa y deprisa, anota. Dice:



-Saque una copia de la baja y de la credencial de elector y regresa.



-¿Dónde las saco?



-Aquí enfrente, contesta el burócrata y señala con el índice una tienda en la calle.



Paso a pasito, la señora de la sexta, séptima, octava década (así le llaman los médicos) va a la tienda y saca las copias. Regresa y las extiende al burócrata. El burócrata las revisa y revira, la voz altisonante, mandona, autoritaria:



-Señora, le dije una copia, me trajo dos.



-Perdón, señor. Me confundí.



El burócrata clava la mirada en las copias y las revisa al derecho y al revés.



-Está bien. Regrese la próxima semana en que le tendré la lista de las semanas cotizadas.



-¿Ya me puedo jubilar?



-¡Eso no lo sé!



-Entonces, ¿a quién pregunto?



-Eso lo ve en su clínica.



-¿En qué oficina, señor?



-En su clínica, dice, contesta el burócrata, molesto, irritado, encanijado, como si hiciera un favor a la derechohabiente que ha dejado en el trabajo aspiraciones, sueños, esperanzas, ideales, para que el patrón enriquezca.



“PICADAS Y GORDAS” PARA LOS PERROS



Afuera del Seguro Social, una señora de unos 40 años vende picadas y gordas, tortas y tacos, café y refrescos, aguas preparadas. En la cuadra, el olor de ‘’las picaditas’’ se multiplica. La gente llega a las 5, 6, 7 de la mañana, en ayunas. Y para las 9 horas, las tripas gruñen.



En fila india la gente se forma para atragantarse con la vitamina ‘’T’’. Todos ahí, parados, de pie, hasta los ancianos. Dos perros callejeros miran y vuelven a mirar a los clientes por si las dudas un generoso les tira un pedazo de torta.



Así es todos los días, de lunes a viernes, todas las semanas, el año completito. Se ignora si el IMSS ha registrado el puesto de ‘’picadas’’ como una fuente de empleo más para satisfacción de la secretaría de Desarrollo Económico. (En el Fidelismo, por ejemplo, una señora quedó agradecida con ‘’el tío’’: ‘’Fidel, decía, me ayudó a poner mi puesto de garnachas en el pueblo. ¡Lo amo tanto!’’).



Me acerco, entonces, al puestecito y pido dos picaditas, de tomate, sin salsa, que no piquen, porfa. Cinco minutos después, la señora las entrega. Me saboreo. Pero cuando estoy a punto de asestar la primera mordida descubro un pelo largo, rizado, en el centro de la picada, a un lado del quesito y del chilito, y me detengo. Ni modo, arrojo el par de picadas a los perros, una para cada uno.



Regreso a la fila. Mejor dicho, compro en la tienda de la esquina una botella con agua para bajarme el asco lo más pronto posible. Me siento en una banca vieja y ahí espero mi turno, saboreando la sopa de letras de las crónicas de Judith Torrea en su libro ‘’Juárez en la sombra’’.